El BOE del 21 de julio publica el tan esperado Real Decreto 588/2021, por el que se modifica el Real Decreto 1662/2000, sobre productos sanitarios para diagnóstico in vitro, con objeto de regular la venta al público y la publicidad de los productos de autodiagnóstico de la COVID-19.

Y, efectivamente, el contenido del decreto se limita a eso: permitir la venta sin receta de los test, así como su publicidad. En realidad, el nuevo decreto sólo modifica uno de anterior sobre productos sanitarios para diagnóstico in vitro, pero introduciendo dos excepciones para los productos destinados a diagnosticar in vitro la COVID-19, permitiendo su dispensación sin receta y su publicidad. En lo que se refiere a la dispensación sin receta, el artículo modificado establece que “para la venta al público de los productos de autodiagnóstico se exigirá la correspondiente prescripción” y añade “como excepción, esta prescripción no será necesaria en los productos para el diagnóstico del embarazo y de la fertilidad, así como en los productos de autodiagnóstico para la determinación de la glucemia, para la detección del VIH y para la detección de la Covid-19”.

Sin duda, la eliminación de barreras para acceder a los test es un avance en la lucha contra la pandemia. Sin embargo, resulta difícil de comprender por qué no se ha llevado a cabo mucho antes. Probablemente, si, en determinadas fases de esta pandemia, todas las personas asistentes a una celebración familiar o a cualquier otro evento hubieran podido acudir al mismo con la casi seguridad de no introducir el coronavirus en el grupo o, lo que es más interesante, no asistir si sabían que podían ser portadoras de esta “maldición” del siglo XXI, algunas olas de la Covid-19 habrían sido muy diferentes.

En este sentido, es importante resaltar que se habla de la “casi seguridad” de estas pruebas ya que no son tan fiables como una PCR, pero la información que proporcionan es valiosísima en comparación con la ausencia de información con la que se han celebrado tantas celebraciones familiares. No hay que olvidar, por ejemplo, que la tercera ola comenzó al acabar las últimas navidades y se considera que estuvo fuertemente ligada a las celebraciones propias de esas fechas.

Pero este decreto deja la sensación de que se ha perdido la ocasión de hacer las cosas mejor. Permite que quien lo desee pueda hacerse una prueba de antígenos, pero no obliga a nada más. Si la prueba arroja resultado positivo, en la práctica queda a decisión de cada persona comportarse o no con las precauciones que corresponden a alguien capaz de propagar la enfermedad. Y ésta no es la mejor manera de luchar contra la pandemia.

Al elaborar este decreto, el legislador olvida que en la farmacia hay un profesional capaz de hacer mucho más que limitarse a vender una cajita con un test dentro. Hay una persona con una formación y una titulación que puede hacer mucho más eficaces los test en la lucha contra la pandemia. Por ejemplo, podría comunicar a las autoridades competentes todos los casos positivos, permitiendo a las mismas la adopción de las medidas más adecuadas: desde el confinamiento efectivo del positivo hasta su trazabilidad para detectar otros casos.

Es difícil llegar a comprender porque se renuncia a todo esto. Si la Administración tiene información sobre las personas que hayan dado positivo en un autotest puede efectuar un rastreo e investigar los contactos susceptibles de haber sido contagiados. Previsiblemente, las Comunidades Autónomas dictarán sus propias normas para comunicar los resultados positivos, pero habría sido preferible una norma que no dejara fisuras.

Una vez más, la profesión farmacéutica ha demostrado estar por encima de este tipo de situaciones. El mismo día 21, la fecha de publicación del decreto y víspera de su entrada en vigor, el Consejo General de Colegios Oficiales de Farmacéuticos publicó la “Guía de Actuación del farmacéutico comunitario para la dispensación de productos de autodiagnóstico para la detección de antígenos del SARS-CoV-2” y su equivalente para la detección de anticuerpos, además de infografías sobre el particular. Con ellas, cualquier farmacéutico dispone de la formación e información necesarias para llevar a cabo estas dispensaciones. En estos materiales, se explica a la persona que compra el test cómo actuar para que pueda hacer del mismo un uso seguro, correcto y adecuado. Pero, el farmacéutico no puede hacer aquello para lo que el decreto no le faculta.

Desgraciadamente, la farmacia comunitaria está acostumbrada a este trato. Ha ofrecido constantemente su colaboración a la Administración en esta guerra que todos mantenemos contra la Covid-19 e incluso ha estado dispuesta a vacunar. Alguna Comunidad Autónoma ha pedido al Ministerio poder contar con los medios y la firme voluntad de colaborar que la oficina de farmacia ha expresado reiteradamente. Pero, inexplicablemente, todos estos intentos no se han traducido en ningún cambio respecto a la consideración de la farmacia comunitaria como un agente sanitario más.

El mundo de la farmacia ha demostrado generosidad y valentía, ha sido valorado por la población e incluso ha perdido vidas por dar cumplimiento a su obligación profesional en favor de la ciudadanía. ¿Por qué no se aprovecha todo lo que la farmacia ofrece? ¿Por qué no se le permite evolucionar y ocupar el puesto que merece dentro del entramado de la sanidad española?

La farmacia es un elemento más del sistema sanitario y, en la Covid-19 como en otros aspectos, está preparada para hacer más y desea hacerlo. Son muchas las funciones que una farmacia podría llevar a cabo, desde la vacunación de la gripe hasta un seguimiento farmacoterapéutico protocolizado. Aporta numerosas ventajas sobre la forma actual de funcionar de la sanidad (un modelo al que no habría que renunciar, sino que simplemente se trataría de poner a disposición de los ciudadanos una alternativa efectiva): proximidad, familiaridad, confianza…

Renunciar a sacar partido de una red de 22.000 farmacias en las que trabajan un promedio de 2,5 farmacéuticos por farmacia, además de personal auxiliar perfectamente formado, no parece la orientación más adecuada, especialmente cuando en España hay muchos municipios en los que la oficina de farmacia es el único establecimiento sanitario y su titular, la única persona con titulación sanitaria.