Era (es) un problema del que se viene avisando hace tiempo. Cada cierto tiempo, determinados pacientes crónicos deben pedir permisos laborales, modificar sus rutinas y/o obligaciones familiares (tarea no siempre sencilla), emplear un determinado número de horas o desplazarse cientos de kilómetros —si sumamos el trayecto de ida y retorno— para acudir al hospital de referencia a recoger renovaciones de sus tratamientos. Un proceso que le acarrea unos costes asociados. Muchos de ellos valorables económicamente y otros imposibles de computar.
Pues bien, de la necesidad se ha hecho virtud. Después de muchas propuestas desatendidas emanadas de la profesión de buscar otras vías que facilitasen esa accesibilidad de los pacientes a sus tratamientos —en especial en aquellos familiarizados con ellos— la llegada de la pandemia ha ‘movido el árbol’. Con el beneplácito de Sanidad y a fin de evitar la visita a estos centros desde que irrumpió la pandemia, se está promoviendo que puedan recibir su medicación en su entorno. Y ese entorno es, principalmente, dos vías: su propio domicilio —opción aún mayoritaria en el cómputo de CC.AA— o en su farmacia de referencia, donde se asegura la dispensación por parte de un profesional sanitario.
Por este último camino han optado Cataluña, Cantabria y, recientemente, Comunidad Valenciana y Andalucía. En todas existe una coordinación total entre el servicio de Farmacia y la botica. Todo son beneficios. El paciente no debe desplazarse a por su medicación y se asegura en todo momento la supervisión por los expertos en el medicamento. Se llama —y no siempre se potencia como se debería— continuidad asistencial.
Un estudio del CGCOF sobre la iniciativa de Cantabria reveló un ahorro para los pacientes de 23.309 euros, gracias a los desplazamientos (8.907 euros) y pérdidas de productividad evitados (14.402 euros).Ojalá no sea el ‘sueño de una noche de verano’ —en este caso provocado por una ‘pesadilla’ en forma de pandemia— y pueda mantenerse más allá de la COVID-19.