Marta Ciércoles es redactora
de salud del diario ‘Avui’
Al regresar de vacaciones, una amiga me comenta que su hijo de diez meses empezará a ir a la guardería en septiembre. Al menos eso tenía previsto hasta que antes el verano la pediatra le sugiriera esperar un año más, ya que la abuela puede hacerse cargo del niño mientras mi amiga y su marido trabajan. ¿La razón? La gripe A. Es decir, ante la duda y la gran incógnita de lo que sucederá con el temido virus una vez bajen las temperaturas, la pediatra recomendaba intentar evitar al máximo las probabilidades de contagio. Por si acaso. Sí, por si acaso, porque la mayoría de los profesionales sanitarios andan tan pez ante la pandemia y su futura evolución, como la mayoría de los mortales. Los mensajes alarmistas del tipo “esto será una catástrofe y las autoridades no saben cómo atajarla”, se suman a la desorientación y desconfianza que generan consejos como el que la pediatra le dio a mi amiga.
Y menos mal que la crisis sigue pegando. Al menos de momento, mientras el paro siga subiendo y el IPC bajando, la recesión no tiene rival en la lista de preocupaciones. Ni siquiera el H1N1. Pero el riesgo de que el temor ante la gripe A vaya en aumento los próximos meses es real. Y las autoridades deberían empezar a ponerse las pilas, porque mensajes contradictorios, por ejemplo a la hora de definir los criterios de vacunación, no son de recibo y no hacen más que alimentar la desconfianza. Hace unas semanas, los padres pensaban que deberían vacunar a sus hijos, pero desde el lunes pasado resulta que no, que la prioridad se reserva sólo a niños con patologías previas, otros colectivos de riesgo y profesionales sanitarios. A su vez, estos grupos que, según los expertos, deberían vacunarse, tampoco las tienen todas consigo y algunos ponen en duda la seguridad de la vacuna.
En fin, que el miedo y el desconocimiento campan a sus anchas cuando se trata de la gripe A, y pedir consejo al médico no garantiza nada porque ni siquiera nuestros sanitarios saben cómo se va a hacer frente a la nueva epidemia en hospitales y centros de salud. No nos queda otra que confiar en los especialistas, en la OMS y en que nuestros gobiernos decidan de acuerdo a sus recomendaciones. Mientras tanto, no estaría de más que difundieran y promovieran algunas medidas básicas y prácticas de cara a minimizar contagios. Por ejemplo, insistir en la importancia de lavarse las manos con frecuencia. La Iglesia se ha adelantado en lo de las medidas higiénicas y ya ha suprimido el agua bendita de muchas pilas.