El ministerio falla en las formas y en la manera en que sus acciones llegan a la sociedad en general
¿Qué presidente de una sociedad científica le pidió financiación a la industria para un proyecto particular de investigación que él estaba realizando? ¿Es ético hacer esto?
¿Qué laboratorios están recibiendo de dicha sociedad científica un número de cuenta desconocido por ellos hasta la fecha?
¿Qué alto cargo del Ministerio de Sanidad le está haciendo un roto de dimensiones colosales a la ministra?
¿En qué laboratorio el CEO es un ogro que no se entera de nada?
¿Cuántos lugartenientes de este CEO están intentando buscar empleo en otra compañía?
Aunque la intención es buena y gran parte de los sacrificios que se están imponiendo vienen provocados por una causa de fuerza mayor como la dramática situación económica del país, lo cierto y verdad es que la política farmacéutica del Gobierno no está siendo percibida como la mejor de las posibles en estos seis meses de legislatura. Ni la sacrificada Sagrario Pérez ni la también criticada Pilar Farjas le han sabido coger el pulso al sector, y el resultado es hoy el que es: galimatías en las comunidades; mosqueo de los consejeros, incluidos varios populares; desazón y sensación de desamparo en los farmacéuticos ante los impagos; incredulidad en los laboratorios; cabreo médico generalizado; y un sentimiento entre los pacientes de que lo que se practican son recortes cuando en realidad se trata de medidas esenciales para mantener con vida una parte de la Sanidad pública española, tal y como la conocíamos hasta ahora. Más que en el fondo, en lo que falla el ministerio es en las formas y en la manera en que sus acciones llegan a la sociedad en general y al sector sanitario en particular, lo que explica en parte la baja valoración que recibe Ana Mato en las encuestas sociológicas con respecto a otros ministros que, posiblemente, lo estén haciendo bastante peor.
Los errores farmacéuticos han sido evidentes en este semestre. No es de recibo, por ejemplo, que después de dejar pasar el tiempo, se apruebe el incremento del copago y apenas se dé tiempo luego para el cruce de datos con la Seguridad Social y su implantación definitiva y segura en todos los centros de salud. El resultado son los numerosos fallos informáticos registrados en la primera semana de la implantación de la medida. Fallos que aún persisten. No es de recibo tampoco que una norma tan importante, tuviera y aún tenga errores de bulto en la redacción, y claroscuros imposibles de descifrar hasta por el abogado más ducho en Derecho farmacéutico. De hecho, poco bueno puede desprenderse de un decreto que inmediatamente tuvo que ser rectificado en el BOE por sus errores de bulto.
Tampoco parece razonable que tanto cambio farmacéutico se opere de golpe. Al incremento del copago hay que sumarle las variaciones introducidas en el polémico decreto, la tasa catalana que acentúa la inequidad en el sistema, y la desfinanciación de fármacos o medicamentazo, el nombre real con el que siempre se ha calificado a una iniciativa de este tipo. Con respecto a éste, hay también mucho de qué hablar. De entrada, el ministerio ha tardado seis meses en configurarlo y, pese a ello, arrecian las críticas desde el ámbito médico porque muchas sociedades científicas no han sido consultadas sobre los medicamentos que se van a dejar de pagar a partir de agosto. ¿Cómo pudo aprobar el ministerio una medida semejante sin ni siquiera hablar con las asociaciones médicas de atención primaria, por lo menos? El enfado de los consejeros también era mayúsculo, pues varios recibieron el listado minutos antes de que se filtrara a la prensa. Varios del PP tuvieron incluso que disimular su enfado en el pleno del Consejo Interterritorial del SNS.