Sergio Alonso es redactor jefe de ‘La Razón’
Es posible que todavía no sea consciente del todo y que ande dicharachera por los pasillos del Paseo del Prado, pero la tozuda realidad indica que Leire Pajín ha sido, junto con el titular de Trabajo, Valeriano Gómez, la ministra menos agraciada en el nuevo reparto de carteras que ejecutó José Luis Rodríguez Zapatero al calor de la salida del Gobierno de Celestino Corbacho. El momento para su aterrizaje en Sanidad no puede ser peor, pues el sistema se encuentra en una encrucijada histórica de difícil salida por culpa de una herencia caótica y de una crisis económica sin precedentes en la historia reciente que ha sido pésimamente gestionada. Básicamente, los retos sobre los que tendrá que volcar toda su astucia, mucho mayor de la que presuponen sus rivales, son tres. Por un lado, sortear una situación de quiebra técnica que atenaza a las consejerías, destroza a los proveedores, ahoga a los hospitales, enerva a los profesionales y deja en el aire la subsistencia futura de muchas de las prestaciones que actualmente se ofertan gratis a los ciudadanos. Si 2010 ha sido muy malo para las arcas públicas, los gestores sanitarios y el sector en su conjunto dicen que 2011 será peor, pues los presupuestos autonómicos reflejarán, como empieza a verse en los parlamentos regionales, los recortes destinados a contener el déficit público. Pajín se enfrentará a la compleja tesitura de mantener el modelo con los mismos servicios que presta en un escenario de recursos limitados, de déficit acumulado, de miles de facturas en los cajones y de una espiral inflacionista derivada de los comicios autonómicos y municipales. Necesitará buenos economistas para cuadrar el círculo bajo la presión sofocante de las autonomías, a las que no les llega el dinero para afrontar los pagos más elementales.
También tendrá que dar respuesta a una de las peores consecuencias de la bancarrota, la balumba de iniciativas autonómicas que bordean o infringen la legalidad para atajar una de las patas del gasto: el farmacéutico. Haría bien en comprender los motivos que llevan a los consejeros a actuar por su cuenta, ignorando al ministerio, aunque la pista la puede encontrar en la falta de liderazgo de este departamento en los últimos seis años. La cohesión, la Alta Inspección y la coordinación deben ser connaturales a la esencia de un ministerio que sin estas cualidades quedaría descafeinado. La receta es que lleve ella la iniciativa, para que no se le adelanten otros, como ha ocurrido hasta ahora. Una tercera patata caliente es la desoladora política de personal desplegada desde los tiempos en que Consuelo Sánchez Naranjo comandaba la Dirección General de Recursos Humanos, a las órdenes de Elena Salgado. Las tareas vienen en el Pacto de Estado que con tan poca fortuna intentó aprobar Gaspar Llamazares en el Congreso. Son las mismas que permanecían candentes en 2004 y que nadie ha ejecutado en estos seis años. La troncalidad o el desarrollo de la Ley de Ordenación de las Profesiones Sanitarias constituyen buenos ejemplos. El registro de médicos, también. Haría bien Pajín en avanzar algunos pasos, si no quiere que el enfado de los sanitarios termine por destrozar al PSOE en las urnas.
Preguntas sin respuesta
¿Qué blindaje va a salvar de la quema a un directivo de la industria farmacéutica?
¿Qué alto cargo del Ministerio de Sanidad es despreciado por los principales especialistas médicos en la vacuna contra el virus del papiloma humano?
¿Por qué se empecinó Leire Pajín en lograr que Drogas y Consumo sean liderados por personas ajenas a la función pública?
¿Pretende María Jesús Montero sentar las bases para la fabricación pública de fármacos y su dispensación desde los centros de salud?
¿Replicará José Martínez Olmos a Andalucía, como hizo con Galicia?