El Estado debe implementar un mecanismo para poner fin al despilfarro autonómico
¿Qué consejero de Sanidad aplica la austeridad y ordenó a su equipo a hacer a Madrid solo los viajes imprescindibles?
¿Qué reunión histórica entre dos agentes del sector se ha producido en Madrid, sin luz ni taquígrafos?
¿Quién en la industria farmacéutica medita un salto de compañía?
¿Qué dirigente sanitario del PSOE acudió a un consejo general para pedir complicidad en las protestas, aunque la justificación de la reunión era hablar de la colegiación obligatoria?
¿Qué consejero ex fumador leyó este verano La conciencia de Zeno, de Italo Svevo? ¿Por qué?
Reunión del Consejo Interterritorial de Salud. Técnicos de la Administración General del Estado aprovechan el encuentro para deslizar la idea de crear un Centro Nacional de Dosimetría similar a los existentes en Francia, Alemania o Reino Unido, con el objetivo de realizar un riguroso seguimiento a pacientes expuestos a dosis muy altas de radiación. Como la situación económica es crítica, proponen con buen criterio utilizar los medios humanos y materiales del Consejo de Seguridad Nuclear. La réplica de los representantes de Cataluña y País Vasco no se hace esperar: si se crea un dispositivo de estas características, la ubicación no puede ser Madrid, sino sus respectivos territorios, y si finalmente se pusiera en marcha en la capital, ellos crearían centros similares para no ser menos. La situación descrita es cierta. Se produjo hace muy poco tiempo en el mal llamado máximo órgano de coordinación sanitaria autonómica, y describe a la perfección la estulticia a la que ha conducido el Estado autonómico en materia sanitaria, que ha llevado a multiplicar por 17 la estructura burocrática de la Administración central, a duplicar órganos como las escuelas de Sanidad o las agencias de evaluación de las tecnologías, a disparar el gasto de forma desproporcionada desde que se completaron las transferencias del Insalud y a hiperpoblar de funcionarios un país que se encuentra al borde de la ruina. El fruto de esta voracidad atomizadora que desencadena el Estado de las autonomías es palpable: la deuda, con Cataluña a la cabeza, bate todos los récords históricos y los préstamos para sufragarla incorporan intereses cada vez más altos ante el evidente riesgo de impago que existe en España. ¿Hay dinero para pagar este dislate? No.
En estos momentos, cabe hacerse muchas preguntas. ¿Mejoraron las transferencias la atención sanitaria que reciben los españoles? ¿Si es así, a qué coste? ¿Es de recibo que algunas consejerías se ubiquen en auténticos palacetes, en los que sus ocupantes dan rienda suelta a una megalomanía trasnochada? ¿Cuánto tienen que pagar los españoles por estos caprichos políticos? A diferencia de otras voces, creo que las transferencias no fueron un error: la equivocación fue su diseño y la decisión de desligar la financiación del Estado para la Sanidad del fin para el que fue diseñada. En plena locura secesionista de Artur Mas, la Administración central debería recuperar algunas competencias y someter su gestión a un riguroso modelo de coste-eficacia para ahorrar cantidades ingentes de euros que se pierden por el desagüe del despilfarro autonómico. El mejor ejemplo es la salud pública. ¿Hay que privar a las autonomías de voz y voto a la hora de tomar decisiones? Ni mucho menos, deben participar en los debates y emitir su voto, pero las decisiones deberían adoptarse por mayoría, actuando la Administración central como primus inter pares en caso de empate. El despilfarro autonómico debe tocar a su fin. Y el Estado ha de implementar un mecanismo para lograrlo, restando financiación por ejemplo a los territorios que ahonden en el dispendio. O se hace esto, o la Sanidad perecerá en el laberinto español.