| jueves, 18 de marzo de 2010 h |

Antonio González es periodista del diario ‘Público’

En una sociedad democrática, el respeto a la libertad y autonomía de la voluntad de la persona han de mantenerse durante la enfermedad y alcanzar plenamente al proceso de la muerte”. Bajo esta premisa aprobó la semana pasada el Parlamento andaluz la Ley de derechos y garantías de la dignidad de la persona en el proceso de la muerte, una norma pionera en España a la hora de regular de manera clara los derechos del paciente en fase terminal y las obligaciones de los médicos al respecto, tanto en centros públicos como en privados. La norma sólo contó con la oposición parcial del PP, que se posicionó en contra de los artículos 18 y 21, referidos a los deberes de los médicos que atienden al paciente ante el proceso de la muerte, por no incluir la objeción de conciencia; y el 27, acerca de los comités de ética de los hospitales.

La ley renuncia expresamente a regular la eutanasia, entendida como aquella actuación que causa de forma directa e intencionada la muerte del paciente por parte de un profesional sanitario mediante una relación causa-efecto única e inmediata, y que se realiza tras la petición expresa del enfermo en un contexto de sufrimiento por una patología incurable cuyos efectos no pueden mitigarse por otros medios. Sin embargo, aborda acciones que según los autores de la iniciativa “no deben ser calificadas como eutanasia”, como el rechazo al tratamiento, la limitación de las medidas de soporte vital y la sedación paliativa, ya que “nunca buscan deliberadamente la muerte, sino aliviar o evitar el sufrimiento, respetar la autonomía del paciente y humanizar el proceso de la muerte”.

Posiblemente, la principal novedad de la norma resida en la regulación expresa de los deberes de los profesionales sanitarios que asisten al paciente en el proceso de muerte, incluyendo entre ellos la obligación de respetar los valores, creencias y preferencias del paciente, absteniéndose de imponer criterios de actuación basados en sus propias creencias y convicciones morales o religiosas, así como evitar la llamada “obstinación terapéutica”.

Es cierto que, en este punto, la omisión de la objeción de conciencia puede resultar controvertida. Sin embargo, en los casos que aborda la ley, la limitación de ese derecho del profesional resulta plenamente justificada, ya que salvaguardar la dignidad del paciente en el último tramo de la vida, tantas veces olvidada, debe ser la prioridad absoluta. Además, la práctica demuestra que las excepciones en este tipo de abordajes se pueden acabar convirtiendo en la norma, sobre todo en centros públicos, lo que de hecho acaba convirtiendo los derechos de los pacientes en papel mojado.

Esta norma no sólo es una ley valiente y una iniciativa que deberían secundar otras autonomías, sino que debería ser también el primer paso para abordar de una vez por todas la regulación de la eutanasia en España, que al fin y al cabo responde a un mismo concepto de fondo. Y es que, como bien señalan los autores de la norma andaluza, el derecho a la vida humana digna “no se puede truncar con una muerte indigna”.