Antonio González
es periodista del diario ‘Público’
Si hay algo que distingue a los países más avanzados frente al mundo en vías de desarrollo es su potencial investigador y su capacidad para afrontar con solvencia nuevos desarrollos tecnológicos. La capacidad industrial y la mano de obra hace tiempo que iniciaron un viaje irreversible desde los países europeos, Estados Unidos o Japón hacia estados menos respetuosos con los derechos humanos y menos escrupulosos con las normativas laborales, pero más eficientes a la hora de poner en el mercado cualquier bien de consumo. Pero siendo claves para el avance de un país en el mundo del consumo y la economía de mercado, la industria y la mano de obra no son la auténtica raíz del progreso. Para explicar la posición de vanguardia de unos países y su ventaja sobre otros no hay más remedio que dirigir la mirada a la ciencia y, más en concreto, a la investigación básica y aplicada.
En efecto, la ciencia, maltratada en España desde tiempos inmemoriales, es la verdadera locomotora para un país junto con la educación, otra de las áreas tradicionalmente más castigadas por los que administran los bienes públicos. Parecía que tras los años de política científica de escaparate de los gobiernos del Partido Popular había llegado por fin, con la llegada al poder de José Luis Rodríguez Zapatero, el momento de realizar una verdadera apuesta por la ciencia, más alejada de los titulares pero más cercana a los investigadores. El Gobierno socialista emprendió el camino adecuado y lo culminó en 2008 creando el Ministerio de Ciencia e Innovación y nombrando a Cristina Garmendia su máxima responsable, pero entonces nadie contaba con la crisis económica.
Resulta evidente que, un Estado de bienestar como es España, la prioridad en caso de crisis debe ser el gasto social. Ningún Estado moderno y económicamente solvente debe permitir que sus ciudadanos más débiles sufran las consecuencias de una recesión, cuyo origen se encuentra en el comportamiento especulativo de los grandes capitales. Pero al mismo tiempo, el hecho de que los científicos no se caractericen por su capacidad de protesta, y de que la sociedad aún no esté del todo sensibilizada acerca de la importancia de la investigación para el futuro de un país a largo plazo, no debería llevar a un gobierno a reducir las partidas presupuestarias dedicadas a la ciencia.
Realmente no soy un experto en cuentas públicas, y por tanto no me considero capacitado para pedir desde estas páginas que la famosa austeridad presupuestaria se centre aquí o allá. Sin embargo, creo que la actual crisis económica por la que atravesamos es el escenario adecuado para dar un paso al frente, de forma que no sólo se garantice “la plena operatividad del sistema” que propugna la ministra Garmendia, sino que además se haga una apuesta verdadera por la ciencia con auténtica visión de futuro. Una vez más, y sobre todo tratándose de consolidar la tan traída y llevada economía del conocimiento, nuestros políticos deben olvidarse de réditos electorales y medidas cortoplacistas para abordar el futuro con verdadero sentido de Estado. En este sentido, considero que aún estamos a tiempo.