Antonio González
es periodista del diario ‘Público’
Para nadie es un secreto que en España se puede encontrar el tabaco más barato de toda Europa. De hecho, el precio de esta droga legal se ha mantenido estable en términos reales en los últimos años, cuando está demostrado que un incremento en lo que pagamos por la cajetilla acaba redundando en una rebaja de la prevalencia del hábito tabáquico y, por ende, en una mejor salud pública.
Para evitar enfrentarse a una medida tan impopular como subir el precio de un producto tan extendido, los sucesivos gobiernos, o al menos sus poderosos responsables de Economía y Hacienda, siempre se han escudado en el impacto que una medida de este tipo tendría en la inflación, lo que a su vez repercutiría en un mayor coste de partidas como los sueldos de los funcionarios o las pensiones. Sin embargo, resulta evidente que este argumento esgrimido por los sucesivos gobiernos de nuestro país pierde gran parte de su sentido en una época de crisis en la que la inflación está en tasas de crecimiento negativas.
Otra cosa es la repercusión que tendría la medida sobre el turismo, sobre todo cuando existen otros países menos desarrollados de la cuenca mediterránea que compiten ferozmente con España en la oferta de una de nuestras tradicionales gallinas de oro, el modelo de sol y playa. Y es que resulta muy evidente que este exitoso producto turístico, que traspasa la frontera de los años y de los regímenes políticos, funciona muchísimo mejor si se le añade un tabaco y un alcohol baratos. Y es que el cóctel que forman el alcohol y el tabaco baratos sigue resultando irresistible para muchos de nuestros conciudadanos europeos.
Es un dato ya conocido que los costes sanitarios directos del tabaquismo, que mata a 50.000 españoles al año, suponen un 80 por ciento de los ingresos que el Estado recauda por su venta, pero no hay que olvidar que los costes indirectos que representa la adicción a la nicotina pueden ser muy superiores. En cualquier caso, no parece admisible que un Estado moderno, como es el caso de España, se lucre a costa de la salud de sus ciudadanos.
Es cierto que, como señala algunas veces la ministra de Sanidad y Política Social, Trinidad Jiménez, la ley antitabaco ha hecho posible que un millón de españoles hayan dejado de fumar. La ley fue un éxito desde el principio en el ámbito laboral, donde ya hacía falta una norma que se cumpliera, pero apenas ha supuesto cambios en la mayoría de los lugares que los españoles más asocian con el placer y el ocio. Y ahí me refiero a lugares como los bares y los restaurantes, que suelen estar, por cierto, repletos de niños durante los fines de semana.
Sin embargo, en el Ministerio de Sanidad no son ajenos al hecho de que la caída en el número de fumadores que se produjo en el primer año de la entrada en vigor de la ley se ha estancado. Un dato lo atestigua: las ventas de tabaco volvieron a crecer en 2007, año en el que se superaron los 4.500 millones de cajetillas.
Ante este panorama, considero que no podemos seguir permitiendo que los más jóvenes tengan un acceso tan fácil al tabaco, ni tampoco que esta droga (legal) se siga viendo como algo natural en bares y restaurantes. Ha llegado el momento de asumir una fuerte subida del precio tabaco. Ya no hay excusas.