Antonio González es periodista del diario ‘Público’
Todo el mundillo del periodismo sanitario anda revolucionado por el duro artículo que Milagros Pérez Oliva, defensora del lector de El País y antaño responsable del suplemento de salud del mismo periódico, dedica a la colaboradora del diario Mayka Sánchez. En su tribuna titulada “Avances médicos con intereses ocultos”, publicada el 17 de enero, Pérez Oliva se refiere un artículo de Sánchez y viene a ponerlo de una forma o de otra como ejemplo de “la eficacia de ciertas campañas de la industria farmacéutica para promover sus productos”. Al margen de quién tenga razón en este episodio, que según la opinión de quien escribe estas líneas es una cuestión que se circunscribe al funcionamiento interno de un medio de comunicación privado, lo que es evidente es que el artículo ha puesto de nuevo en boca de todos un tema siempre vigente: la transparencia de la información sobre salud.
La industria farmacéutica vivió en este país una época en la que la opacidad era la moneda común. Afortunadamente, en el curso de la última década esto ha cambiado de forma radical hacia un modelo más transparente y colaborativo con los medios de comunicación. No hay que olvidar que los laboratorios son empresas privadas y que, como tales, tienen unos resultados económicos que defender, encerrados además en un marco legal lleno de lógicas limitaciones debido a que el campo de juego es el más relevante de todos, el de la salud.
Al mismo tiempo, a nadie se le escapa que la industria es el motor económico de todo el sector, y en última instancia la palanca que mueve la maquinaria de la información en este ámbito mediante la financiación y el desarrollo de ensayos clínicos, así como a través de la organización de los congresos donde se pone en común el conocimiento científico. Al mismo tiempo, es cierto que está detrás de numerosas fundaciones y entidades que, a su vez, promueven actividades divulgativas que si bien es cierto que favorecen a sus intereses, también lo es que en general mejoran la cultura sanitaria de la población.
Al otro lado siguen estando los periodistas, obligados a ofrecer a su audiencia información novedosa, veraz, relevante y rigurosa sobre salud. Ambas partes están condenadas a entenderse, y la transparencia es, sin duda, la mesa sobre la que unos y otros juegan sus cartas. El periodista debe perder el miedo a contar, por ejemplo, quién desarrolla el fármaco del que está hablando, o qué laboratorio financia tal o cual estudio, ya que esos datos aportarán aún más rigor a una información que, si merece ser difundida, es que cumple con los requisitos citados. Al mismo tiempo, la industria debería, siempre dentro de los límites que le marca la ley, perder complejos a la hora de dirigirse a los medios. Al fin y al cabo, cuando la transparencia no preside el intercambio natural entre fuente y periodista, no gana la una ni el otro, pero siempre hay uno que pierde: el ciudadano.