Antonio González es periodista del diario ‘Público’
La democracia no es perfecta, pero es el mejor de los sistemas políticos conocidos. Entre otras cosas porque, al menos en teoría, trata de favorecer los intereses de la mayoría respetando, a la vez, los derechos de las minorías. Una de las garantías esenciales de los sistemas democráticos es el derecho a la información, que lleva aparejada la exigencia de transparencia por parte de las autoridades que manejan los recursos públicos. La falta de transparencia se acaba convirtiendo en negligencia, en el mejor de los casos, y en corrupción, en el peor, como nos están demostrando algunos de los dirigentes del PP con su particular manera de otorgar contratos sin publicidad en el conocido como ‘caso Gürtel’.
Pero si la falta de transparencia es preocupante en general entre los gestores de la cosa pública, acaba siendo el arma con la que se cercenan los derechos más elementales de los ciudadanos si afecta a materias como la salud. Esto es, de alguna forma, lo que ha vuelto a poner de manifiesto el último informe de la Federación de Asociaciones de Defensa de la Sanidad Pública, que compara la calidad de los servicios sanitarios públicos de las distintas comunidades autónomas. Más que los resultados obtenidos, que sitúan a la Comunidad Valenciana, Canarias y Galicia a la cola en materia de asistencia sanitaria y merecerían un artículo aparte, llama la atención la ausencia de un parámetro clave para efectuar comparaciones: las listas de espera. Y no es que los responsables del informe se hayan olvidado de esta variable, una de las más importantes para los ciudadanos y la principal arma de la sanidad privada para desacreditar a la pública, sino que, a estas alturas de la película y casi diez años después de las transferencias, sigue sin haber datos comparativos oficiales, lo que no es de recibo.
El hecho de que a estas alturas, en un país supuestamente moderno y democrático, en plena era de la tecnología de la información y los datos, no nos sea posible saber si tenemos que esperar más o menos en una autonomía que en otra para ser atendidos, pone de manifiesto la dudosa calidad de muchos de nuestros gestores sanitarios y su escasa cultura democrática. En realidad, casos como este nos llevan a preguntarnos si queda algún dirigente político que realmente mantenga una vocación de servicio público y confrontación sana de ideas, o si por el contrario todo es una filfa que no esconde más que ambiciones personales.
Las comparaciones rigurosas de datos estadísticos homogéneos, aunque puedan parecer odiosas para algunos políticos, son esenciales para reducir las diferencias, acabar con la actual falta de equidad y, en definitiva, mejorar el sistema sanitario público. Y hablando por cierto de ambiciones y comparaciones, no parece ya que Trinidad Jiménez, inmersa ahora en una lucha intestina con Tomás Gómez en la que, curiosamente, ninguno ha hablado de la sanidad madrileña hasta el momento, vaya a propiciar esa mayor transparencia que necesitan los ciudadanos de este país.