Antonio González es periodista del diario ‘Público’
El presidente de Estados Unidos, Barack Obama, no pasará a la historia por acabar con Guantánamo, si es que algún día lo consigue, por tratar de llevar la paz a Oriente Medio o por abordar el final de la invasión estadounidense de Iraq. Ni siquiera por ser el primero que se lleva un premio como el Nobel antes de haber hecho nada para merecerlo. Obama pasará a la historia por haber logrado extender el derecho a la salud a más de 30 millones de sus compatriotas, que hasta ahora estaban prácticamente desasistidos ante cualquier enfermedad que necesitara asistencia especializada, aunque habrá que esperar para conocer el verdadero calado de su reforma sanitaria.
En cualquier democracia europea una medida como la emprendida por Obama no supondría ningún riesgo para el gobernante que decidiera llevarla a cabo, y mucho menos en un país rico. La solidaridad es una de las bases de los llamados Estados del bienestar y la salud está concebida como un derecho de los ciudadanos. Pero en Estados Unidos, máxima expresión de la economía de mercado y del egoísmo que le da sustento, Obama se la juega con esta reforma, que constituye la reforma social de mayor calado desde los años sesenta del pasado siglo, cuando se puso en marcha el sistema Medicare. No sólo tiene que hacer entender la importancia de una apuesta de tal calibre a la población, sino a muchos de sus correligionarios.
Me comentaba días atrás el prestigioso experto en comunicación política de la Universidad de Stanford Shanto Iyengar, de visita en España para participar en un seminario organizado por el Instituto de Empresa, que en Estados Unidos la asistencia sanitaria de calidad está vista por la mayoría de los ciudadanos como un privilegio, no como un derecho. Por ello, más allá de razonamientos de redistribución de la riqueza y de solidaridad más o menos coherentes, el presidente estadounidense se enfrenta a un reto sumamente difícil: imponer un cambio de mentalidad en todos los estamentos de la sociedad norteamericana. Es cierto que tiene el arrojo, la juventud, la inteligencia y la fuerza para llevarlo a cabo. Incluso ha sufrido en las carnes de su propia familia los fallos de un sistema injusto. Pero las resistencias son muchas, y aquellos que ven la reforma como un gravamen innecesario, demasiados.
Sin embargo, el paso está dado y la ley firmada, y más allá de las dificultades que tendrá su implementación, el mensaje es poderoso y rebasará las fronteras de Estados Unidos para instalarse en la población de muchos países del mundo que tienen todavía pendiente de levantar el andamiaje suficiente para mejorar las condiciones de vida de sus ciudadanos. La asistencia sanitaria, lejos del privilegio del que habla Iyengar, es un derecho universal, derecho que se convierte en una obligación por parte de todos los estados. Estados Unidos ya está tomando buena nota de ello, aunque es cierto que el camino a recorrer es difícil. Por ello, es hora de acoger el ya celebérrimo eslogan posibilista de Obama y apartar del camino a aquellos que conciben la sanidad sólo como un negocio más.