| viernes, 25 de septiembre de 2009 h |

Pablo Martínez

Periodista e historiador

Hace un año, aunque casi parezca que ha pasado un siglo, el 30 de septiembre de 2008, el entonces ministro de Sanidad, Bernat Soria, presentó una propuesta de Pacto por la Sanidad, para considerarla como un pilar fundamental del Estado de Bienestar, que debería basarse en el consenso entre todas las fuerzas políticas y las diferentes administraciones sanitarias. Se trataba de alcanzar algo parecido al Pacto de Toledo con las pensiones. La iniciativa era excelente, los ciudadanos sólo podían salir beneficiados por la ratificación con mayores garantías de un derecho básico, y a los distintos agentes del sistema el pacto les podría aportar la cohesión y coherencia que echan en falta.

El tsunami de la crisis económica arrasó con las buenas intenciones. El debate desapareció de los escenarios del día a día. No obstante, en un puerto seguro como es el Congreso de los Diputados, floreció a los pocos meses una Subcomisión para el Pacto de Estado por la Sanidad, compuesta por gente competente además de ser en su mayoría sanitarios (siete de nueve, lo que resulta excepcional) y ante los que han ido desfilando personalidades relevantes y muy conocedoras del sector para dar sus puntos de vista.

Si como periodista comparo el eco de las comparecencias ante esta subcomisión, con la que en 1996 creó José Manuel Romay Beccaría para la reforma del Sistema Nacional de Salud, tengo que reconocer que, muy injustamente, ésta ha pasado sin pena ni gloria. Pero el embrión de Pacto por la Sanidad ha recibido en los últimos meses otros dos torpedos bajo su línea de flotación. Por un lado, un cambio en la titularidad del Ministerio de Sanidad y, lógicamente, la nueva ministra, Trinidad Jiménez, no le da el mismo calor que a un proyecto propio y, por supuesto, la amenaza de la gripe A, que ha eliminado todas las previsiones en política sanitaria. El Pacto por la Sanidad esta muerto, pero es indispensable resucitarlo. Lo necesitamos todos y muy especialmente la prestación farmacéutica pública, cuyos presupuestos son ya endémicamente insuficientes.