Pablo Martínez
Periodista e historiador
Los griegos creían que sus dioses vivían en el Olimpo y proyectaban en ellos sus propias pasiones de amor y odio. Pensaban que en ocasiones ayudaban a los hombres y que en otras les perjudicaban, pero esta conducta no respondía a ninguna lógica sino que era fruto del capricho, de la discrecionalidad.
Durante siglos nuestro mundo occidental ha vivido sometido al capricho divino, al capricho de los que ejercían el poder. Hemos mejorado. Como ciudadanos nos repugna la arbitrariedad y nos hemos dotado de unas reglas de juego: el Estado de Derecho. No obstante, los malos hábitos han anidado entre quienes ejercen el poder y es frecuente observar como quienes nos gobiernan, creyéndose ellos más sabios y que nosotros no sabemos lo que nos conviene, adoptan decisiones caprichosas, arbitrarias y ajenas a lo racional.
El caso de la píldora del día después (PDD) en España es un vivo ejemplo de este régimen de antojos. Hasta ahora era un medicamento de tenencia obligatoria y los farmacéuticos no podían eludir su dispensación con una receta médica. El Gobierno ha diseñado una política con la que quiere reducir los embarazos no deseados y, entre otras medidas, para mejorar la distribución a la PDD ha tenido que reconocer que la red farmacéutica es la que mejor garantiza la accesibilidad geográfica y horaria. Ha cambiado las normas para suprimir la obligatoriedad de la receta y traslada la responsabilidad de su entrega, incluidas menores de edad, a los farmacéuticos. Es un reconocimiento de competencia profesional, aunque dentro de las arbitrariedades gubernamentales no se aplica a medicamentos como antibióticos o píldoras anticonceptivas.
En Cataluña lo entendieron mejor: Generalitat y COF acordaron un protocolo que reconoce a los farmacéuticos el criterio de los médicos para la PDD. Criticar el protocolo catalán es una pataleta de niño al que se le niega un capricho. Seamos adultos y… racionales.