| domingo, 26 de julio de 2009 h |

Pablo Martínez

Periodista e historiador

Hoy en día se puede vender casi todo. Esta afirmación puede apreciarse muy bien en artículos que antes carecían de valor, como es el caso del agua. Hace furor, por ejemplo, el agua de Fiji, procedente la lluvia recogida en un cráter de la isla Viti Levu. Se aprecia su pureza: el archipiélago de las Fiji, 322 islas en el Pacífico Sur, es visitado por nubes que han recorrido miles de kilómetros libres de contaminación.

Como reclamo de la exclusividad del agua de Fiji se encuentra su altísimo precio y, sobre todo, el esnobismo. Y es que no es difícil observar cómo los famosos y estrellas de Hollywood la consumen en público. Pero… ¿podrían reconocerla muchos de los que la toman en una cata a ciegas, sin su característica botella?

La farmacia no se parece en nada al agua de Fiji: siempre hay una cerca de casa; los productos son los mismos y los precios también. El factor proximidad es importante pero no decisivo cuando hay alternativas. Lo que cuenta, ya se sabe, es el servicio. Y de ahí, precisamente, que la primera opción sea ampliar los horarios de apertura lo más posible. Pero, sin embargo, existen muchos otros elementos a disposición de las farmacias para atraer a los clientes.

Por ejemplo, en el entorno de mi casa hay cinco farmacias. Ni la mayoría de mis vecinos ni yo, que llevo 30 años viviendo en el mismo barrio, nos hemos decantado siempre por la misma. Los cambios de propietarios se han notado precisamente en el servicio, y unos lo han hecho bien y otros fatal. He querido analizar de qué depende y al final he llegado a la conclusión de que es holístico, son muchos factores interdependientes: amabilidad, rigor sanitario, atención personalizada… y un etcétera muy largo. Parece que el próximo otoño vamos a asistir a una eclosión de ofertas de formación continuada para farmacéuticos. Hay que complementar adecuadamente los conocimientos sanitarios con los de gestión. Se trata de un todo que, a diferencia del agua de Fiji, depende de ser reconocido no por un envase muy vistoso sino por el regusto de un buen servicio.