La noticia de que Pfizer impedirá que sus medicamentos se utilicen para ejecutar a presos condenados a muerte en Estados Unidos puede analizarse desde múltiples puntos de vista.
En el plano jurídico, se trata de una decisión que nos acerca una vez más a la cuestión de qué es y qué no es un medicamento. La normativa europea considera como tales a aquellos productos que pueden administrarse a las personas con el fin de restaurar, corregir o modificar las funciones fisiológicas ejerciendo una acción farmacológica, inmunológica o metabólica. Visto así, un producto que se pueda administrar a una persona para acabar con su vida podría encajar en la definición. Sin embargo, la jurisprudencia europea aboga por una interpretación coherente del concepto de medicamento, y considera que no merecen la calificación de medicamento aquellos productos que se consumen únicamente con fines distintos a la protección o mejora de la salud y que además causan efectos nocivos.
Por otro lado, y siguiendo en el plano jurídico, la decisión de Pfizer nos acerca también al debate relativo al equilibrio entre la protección de los intereses públicos y el respeto a las decisiones de las empresas. Si las normas aplicables en Estados Unidos fuesen las que están actualmente vigentes en España, alguien podría alzarse contra la decisión de Pfizer, y sostener que la empresa no puede negarse de forma unilateral a suministrar el fármaco a alguien legalmente capacitado para adquirirlo; que sólo puede cesar en la comercialización del mismo si obtiene previamente una autorización de la administración. Llegado el caso, por curioso que parezca, la administración podría alegar que un interés público, superior al interés particular de Pfizer, le permitiría exigir a la compañía que siguiera suministrando el fármaco. Puede que sea difícil pensar qué interés público podría alegarse, pero no subestimen la habilidad de algunos. Seguro que algún iluminado diría que el interés público en juego sería la necesidad de ejecutar una pena de muerte decidida por un jurado en nombre del pueblo y al amparo de una ley en vigor.
En España no existe la pena de muerte, pero un laboratorio no puede anunciar unilateralmente, como lo ha hecho Pfizer, que se niega a suministrar un producto en base a sus propias convicciones o a sus propios intereses. En España, para tomar esta decisión, si el medicamento en cuestión se ha autorizado por procedimiento nacional, se requiere el visto bueno de la administración. A mi entender, esto es incorrecto y supone convertir una autorización de comercialización de un producto en una obligación de mantener una actividad hasta que la administración decida autorizar su cese.
La normativa europea, aplicable a los productos aprobados por procedimiento centralizado, descentralizado, o de reconocimiento mutuo, prevé que cualquier empresa, si decide cesar en la comercialización del fármaco autorizado, de forma temporal o definitiva, solamente debe comunicar dicho cese con una antelación de dos meses, permitiendo incluso un preaviso más corto si existen circunstancias excepcionales que lo justifiquen.
Bravo por la decisión de Pfizer, que analizada desde una perspectiva jurídica y en clave española, permite reclamar una vez más la revisión de la normativa relativa a esta cuestión. Me parece que es un tema que conviene arreglar sin necesidad de esperar a que alguna empresa tenga que acudir al Tribunal de Justicia Europeo de Luxemburgo.
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